por Victoria Cóccaro
Gracias por invitarme a participar de la conversación que abre el libro. Y eso es lo que me gustaría hacer. Seguir la conversación, seguramente de un modo algo digresivo, en vueltas y remolinos, como son las buenas conversaciones. Cuando Emilio vino a dejarme el libro a casa hace unos días me dijo bueno fíjate si querés podés sumar tu mapa. Pero más que contarles mi mapa quiero compartir algunas ideas, preguntas y respuestas que me activaron los ensayos del libro que creo son muy generosos a la hora de transmitir ideas. Entonces lo que traje es algo así como un mapa de los mapas de Rapallo conversa, o más que un nuevo mapa, creo que sería como una línea de ferrocarril que va de uno a otro y que se podría llamar F.A.: Ferrocarriles Americanos.
Ahora que leí el libro, veo al Proyecto Rapallo como un trabajo de cartógrafo de América, pero una América que no habla exclusivamente en español (por eso, no es Hispanoamérica y, ahí, un primer paso al costado del marco colonial), ni tampoco se restringe a la geografía continental y hasta cruza el océano hacia una voz (la de María Salgado) que si bien pisa el suelo español hunde sus raíces en poetas americanos, de Buenos Aires a Nueva York.
Otra cosa que me quedó claro después que leí el libro es que cuando agarramos un lápiz y lo arrastramos sobre un papel, o cuando apretamos cuadrados plásticos mirando un rectángulo de luz, pasan cosas.
Me interesa que ya el primer ensayo, el de Gabriel Cortiñas, parte de esta premisa: habría una especificidad de la “práctica poética”: entonces, la poesía es una práctica, no es un objeto, pero no entra dentro del rótulo más amplio y conocido de “práctica artística”. Ahí, pienso que el subtítulo del libro (Mapas, políticas, prácticas) es engañoso, bah, más bien poroso, porque un mapa (una posición, un “estar”, una articulación) implica una política que tampoco es un objeto si no, siempre, una práctica. Bueno, sigo, ¿y cuál es esa especificidad de la “práctica poética”? Es su articulación, dice Gabo, con “nuestra historia”. Esa articulación es el mapa: una posición, un estar, un “tomar partido”, un ubicarse: “en contra de”, “ocultando qué”, “en complicidad con”. Puede ser desesperante darnos cuenta de que siempre que usamos la lengua estamos indefectiblemente posicionándonos, aunque no queramos o aunque pensemos que no lo estamos haciendo (me acuerdo de un amigo de un amigo que dice que él no va a votar porque es apolítico). Hasta cuando callamos, tomamos una posición con la lengua. Hasta cuando no vamos a votar, tomamos una posición política. Puede ser desesperante, decía, o puede exacerbar nuestra paranoia, pero también darnos bastante poder. Bastante quehacer.
El mapa como articulación histórica, entonces, esta manera en que Rapallo conversa lo entiende, también me hace acordar a una idea de Louis Zukofsky. Zukofsky veía al poeta como alguien a través del cual la historia acontece. También me hace acordar a eso que dice Pound sobre que el poeta capta las ondas de su tiempo. Entre la historia y el propio tiempo hay una implicación: en tanto conocemos la historia percibimos a la vez nuestra propia contingencia histórica. Gabo reescribe esto como una articulación entre lo micro y lo macropolítico. Esa articulación es el mapa, el mapa diseña un tiempo (una relación con el presente y con la historia) y un espacio (un cuerpo que pisa un suelo junto a otros cuerpos). ¿Desde qué mapa hablamos, escribimos? ¿Qué mapa necesitamos para hablar, para escribir? Porque como dice Mario Ortiz en un ensayo que podría formar parte de este libro: “De lo que no puede hablarse es preferible hablar”.
Entonces, ¿dónde estamos? Estar en un lugar es no estar en otro (no ir a votar no es lo mismo que ir a votar), por eso, donde hay territorio -donde estoy- hay disputa (no votar es político, mal que le pese al amigo de mi amigo). Esta es la pregunta que instala y responde el ensayo de Cortiñas y que después se amplifica, con variantes, en el resto del libro. No la de qué es el poema, tampoco la de qué puede (que hoy en día me suena cada vez menos spinoziana y cada vez más meritocrática), si no que es la de dónde está. Si el mapa es una posición espacial es, también, una posición temporal.
¿Es posible escribir poemas que no lleven las marcas de la historia, de nuestra historia, y de nuestro presente?
Esto puede reescribrise como: ¿Existe el silencio total? Si sí, ¿cómo escucharlo? La misma cosa se preguntó John Cage en 1951. Esperando escuchar el silencio, Cage decidió meterse en una cámara anecoíca. Pero, una vez allí, escuchó dos sonidos, uno alto y otro bajo. Uno del sistema nervioso, como un zumbido. Otro de la circulación de la sangre, como el pulso del latido del corazón. El silencio absoluto no existe y la lengua no iba a ser la excepción. Salvo que sea la lengua de un “electrocardiograma muerto” (las palabras son del ensayo Violeta Kesselman), es decir, sin sistema nervioso ni corazón.
Rapallo contesta: la historia se inscribe como sonido en la lengua, la historia se hace ritmo y el ritmo es una forma de refugiarse del “diluvio narrativo” y de “la violencia de la imagen”.
Y si la historia se escribe como sonido, ¿cómo podemos escucharla? Escribiendo poesía, digo que diría este libro si hablara. Y a su modo lo hace.
¿Cómo oir el doble click de la pistola que apuntó a Cristina para matarla? ¿Cómo oir los clicks de los trolls que desvían la ya muy vapuleada atención que queda para captar nuestro tiempo? ¿Cómo oir, incluso, “algo tan ancestral y elemental que supimos olvidar”, como dice Gabo? ¿Cómo reincorporar en nuestro imaginario, pregunta Carlos Regueyra Bonilla, a los “pueblos originarios” o, me gusta más como lo dice Kamau Brathwaite, una “tradición indígena” que ha sido borrada casi por completo no solo de la historia sino de lo que podemos percibir, escuchar?
De nuevo, con práctica poética, accidentando la lengua occidental. El accidente, en la lengua, es un ritmo. Un ritmo crea un territorio. Esto no es nada nuevo. Un mirlo, por ejemplo, canta en patrones rítmicos y así delimita un hogar en el aire, crea un territorio. No somos pájaros, ni vivimos del aire. En vez de cantar, escribimos (aunque escribir puede ser como cantar) y nuestra escritura (como la del mirlo en un territorio) siempre es situada. De ahí que un procedimiento puede ser una táctica para desplegar esa membrana entre lo micro y lo macropolítico (o trazar esa flecha que, como la historia, nos atraviesa). De ahí que un procedimiento no es algo que sacás de una vitrina y le das cuerda para que haga su gracia, porque primero no está en una vitrina como detenido en el tiempo sino bailando en el samba de la historia y su gracia se activa, siempre, sobre un mapa. La gracia, en el poema, sería el ritmo. La mano que da cuerda y coloca sobre el mapa sería la táctica. Ni la mano ni la forma viven fuera de la historia, insiste Gabo. María Salgado añade: no hay lengua por fuera de un mundo concreto situado, y muy complejo, del que conviene hacerse cargo (porque si no te carga a vos). Escribir empieza con un conflicto con tu lengua, dice Carlos Regueyra, escribir es un acto de solidaridad histórica, dice Diego Sequera, escribir es expresar un desacuerdo, dice Nicole Brossard, y agrega: es poner en palabras destellos enigmáticos que habitan como una tormenta de verdad, es energía que toma forma en el lenguaje, escribir hace espacio a lo impensado. Escribir es escuchar digo yo.
¿Cómo oir, decía, “algo tan ancestral y elemental que supimos olvidar”? Ahí, destaco la escala temporal de los ensayos donde, por ejemplo, cuando se dice historia se dice, sí, neoliberalismo, pero se dice también historia colonial. ¿Cómo escuchar aquello “ancestral y elemental” cuando ni siquiera se escucha el tapón colonial puesto por encima? Estamos hablando de redistribuir el tiempo, y si algo puede crear otro tiempo en el tiempo es la música, ¿no? El ritmo, que combina notas musicales (tonos y unidades temporales) con una sintaxis que no es la del reloj y puede correrse de la complicidad colonial.
Leo el primer ensayo con el último, Stein sugiere algo que pronto se vuelve una necesidad imperiosa: un mapa de todas las veces que se usó un sustantivo, de qué se hizo con ellos, sería hacer, como dice Gabo a través de Rivera Cusicanqui, un mapa o una historia de encubrimientos (de lo que las palabras, aquí los sustantivos, encubren cuando nombran). Quizás haya que no usar sustantivos, como sugiere Stein, o quizás haya que usarlos mal, accidentarlos, decía antes, como propone Gabo.
Esto del accidente y la propuesta, ese movimiento doble, como en direcciones contrarias, es, en mi opinión, uno de los ejes-trenes cruciales del libro. El primer ensayo habla de la distopía como lugar para repensar lo que viene. Pensar desde la distopía no es pensar desde el pesimismo. A mí este encuentro entre catástrofe y utopía me interesa mucho. Hace tiempo que vengo pensando en el fósil, lo que me interesa del fósil es que permite relacionar catástrofe y futuro: el fósil es prueba de la catástrofe pero también habla de un mundo posible después de la extinción. El fósil como mundo posible contra la extinción porque tiene que haber uno es que ha de haber uno porque no hay otro en este y siempre no hay solo uno. La posición del fósil es ubicarse en la catástrofe, la distopía o la extinción para pensar, escuchar e imaginar lo próximo, lo que viene después.
Catástrofe y utopía del fósil que reencuentro en la distinción que hace Violeta Kesselman entre “oscuro pero no mortuorio”, algo que puede ser conflictivo pero productivo, enérgico, vital. Y en Nicole Brossard cuando propone una visión en lugar de una subversión, un mundo posible en lugar de a además de una catástrofe, una respuesta en lugar de o además de una pregunta. No solo abrir una pregunta o mostrar una falla, no solo romper y desarticular, si no también dar respuestas, trazar una dirección, imaginar o ponerse a construir. Es cierto que no se puede no mostrar la falla y el quiebre, pero justamente por eso, porque está todo ya bastante roto, y es todo ya bastante incierto, no se puede solo romper, o “abrir preguntas”. Y vuelvo a encontrarlo en Laura Jaramillo cuando reivindica a la ingenuidad como posición frente al cinismo porque en la ingenuidad, dice, hay un horizonte de futuro.
Si el ensayo de Gabriel, ponía el foco en la escritura, el de Laura Jaramillo, en la cultura independiente en la cuna del capital y de la privatización, Violeta Kesselman suma a esa serie la lectura: ¿qué leo para habitar un mapa, para estar en un tiempo y un espacio, o para atravesar un tiempo y un espacio? Y no puedo no pensar en ese auto que recorre la provincia de Buenos Aires en los capítulos de Morris, su libro del 2019. O bien, qué leer para ver qué hacer con cómo la historia te atraviesa. O mejor, uso acá una palabra de su ensayo, qué leer para metabolizar la historia (o, también, la coyuntura) que te atraviesa y, entonces, tu manera de escribir. Y voy a decirlo una vez más robando otra expresión del ensayo porque es muy precisa: qué te da el LA para afinar tu instrumento. Cuál es tu texto-diapasón.
Me gusta que, no sé si queriendo o no, no sé si fue algo que hablaron previamente, pero casi todos los ensayos están recorridos por una orientación sonora más que visual, sea desde el horizonte semántico, metafórico, retórico, sea como figuras para pensar, sea lo que destacan de los textos que comentan. Ese viraje hacia el sonido es algo en lo que también vengo pensando hace tiempo y creo que aparece acá de un modo muy elocuente. Lo sonoro como estrategia frente a la ilusión de transparencia de la imagen, que como bien dice Laura, es violencia de la imagen. Lo sonoro para leer la complejidad de la imagen, y de la lengua. Porque a la imagen se la persigue con la escucha no con la vista (una imagen-ruido, quizás, que podría continuar la serie deleuziana). El ruido es otro de los ejes-trenes que recorren el libro. Y me gusta esta metáfora de los trenes, que dicho sea de paso, se habrán dado cuenta que, como dice María Salgado, “ya no combato a la metáfora”.
María, en su ensayo, insiste muchísimo sobre esto del sonido y por supuesto, también, en toda su práctica poética. El poema, cuando lo lees, “suena”. Y acá no puedo dejar de mencionar a Stein, Stein quizás sea quien esté conduciendo el tren de Ferrocarriles Americanos. Una vez escribí que Stein se había adelantado a la invención del delay, pero la verdad que, como dice María, Stein es un sound system entero. Y el mapa sonoro-sintáctico-gramatical que traza el ensayo de Stein es impostergable. Eso que te dan ganas de decir, dejen todo lo que están haciendo y vayan a leer a Stein.
Bueno, sigo. O vuelvo. Decía que en el texto de Kesselman esa escucha, el LA 440 de la afinación, es una escucha colectiva, se hace o se construye entre pares. Esto es algo en lo que me reconozco, creo que también en algunos momentos estuve armando mi LA entre pares, a través de la traducción. Me acuerdo cuando Tomás Fadel me invitó a mí y a otros amigos a traducir juntos Zukofsky. En esos encuentros hablábamos también de lo que leíamos, del libro que publicó tal o cual. En eso también me reconozco en el ensayo de Violeta, la atención a la producción contemporánea o, diría, casi una responsabilidad por prestar atención a la producción contemporánea. De nuevo, la lectura. Y una lectura crítica. Una lectura, o una escucha, ligada a una reflexión más que a una celebración del “genio, amigo, qué lindo tu texto” seguido de like. (Algo que, según cuenta el ensayo de Regueyra, también está pasando en Costa Rica). Hay un prejuicio en torno a la crítica, hay una idea como de que está mal o es kringe pensar tu escritura, o tomarte en serio un texto y hacer una lectura crítica. Esto se liga a la posición cínica que hablábamos antes, como si estuviese mal tomarse las cosas en serio. Tomar algo en serio no significa que sea sin humor. Esa falta de crítica, como bien dice Kesselman, nos deja sin señales, girando en un banco de niebla.
Otra manera de practicar la lectura, escribe Violeta, son las lecturas de coyuntura o “temporadas de fijación” que sirven para responder a una urgencia literaria en particular, para poder pensar la realidad o para seguir escribiendo. Me gusta que esas lecturas, dice el ensayo, pueden no ser literarias. Me acuerdo que, por ejemplo, yo venía con esta fijación en el fósil que les comenté, fósiles y piedras, y me puse a leer un manual de biología de los 60 escrito por un francés, François Jacob, uno de los que “inventó” o “descubrió” como se transcriben las secuencias genéticas en el ADN, y la verdad que no sabía muy bien por qué estaba leyendo eso, pero me ayudaba a entender algo, no específicamente de biología, si no otra cosa. Y en eso viene la pandemia y ahí vi que en el manual de biología estaba leyendo la historia argentina y, además, estaba como tratando de medir ese reposicionamiento del discurso científico a nivel global, y estaba leyendo cómo la ciencia estaba enloqueciendo. Y no sé bien cómo pasaba pero pasaba, entonces quise escribir esa lectura que estaba haciendo de Jacob, seguramente leyendo mal, el ACV de la lectura, para citar mal a Pound. Me acuerdo que también estaba leyendo las Metamorfosis de Ovidio, entonces en ese momento, 2020, para mí escribir esa lectura fue ver lo que la poesía le puede hacer decir a la ciencia que la ciencia por sí sola no puede. Porque además estaba lo del ADN (y no el ADN de los 60 sino el más actual, el del genoma y la clonación), y en ese cruce la lengua era, como el ADN, un código que puede alterarse. Y bueno, eso estaba en juego cuando leía y escribía un libro que se llama La lógica de la lente, que es una alteración del título del texto de Jacob y también de la lente que usas cuando te da el ACV de la lectura. Todo esto me hizo pensar el ensayo de Violeta. Coincido con que articular la lectura, la crítica, la escritura y, podríamos agregar, la escucha, es fundamental. ¿Qué estratos despierta o puede despertar la escucha o la práctica poética sobre otro texto?
Bueno, termino. Como verán, los de Rapallo conversa son esos textos que te dan ganas de hacer lo que hacen, seguramente les pase cuando lo lean, que van a ir como trazando su propio mapa mental. Les invito a que lo hagan.